miércoles, 24 de diciembre de 2008

La celda de cristal

Aquella noche Philip tuvo problemas para conciliar el sueño. Besó a su esposa Timmie en la mejilla y se prometió no volver a levantar la cabeza de su almohada. Al cabo de dos horas un zumbido infernal se apoderó de la habitación y despegó a Philip de su lecho. ¡Puto despertador! -Exclamó. Su mujer aun estaba durmiendo cuando se dirigió al lavabo, acto seguido se cepilló los dientes y se vistió. Se aproximó al recibidor pero aún no era la hora acordada. Se sentó en una de las enormes butacas que su mujer había comprado. La habitación estaba oscura y un aire frio le incomodaba. En aquel lugar, Philip tuvo la ocasión de reflexionar sobre su futuro. Desde que consiguió sacarse el graduado en la facultad de química de Barcelona estuvo algunos años frecuentando trabajos que prometían muy poco y que le daban muchos problemas. Las cosas ya no eran como antes, todo dependía de él. Philip y su mujer decidieron comprar una de las mejores casas de la zona y la cantidad de dinero que el banco les retiraba mensualmente de su cuenta era bastante elevada, no obstante, aquel año nació su hija Hazel acompañada de numerosos gastos, y el sueldo de Philip a veces no llegaba a cubrir todas las necesidades de la familia. Aquella mañana, Philip firmaría el contrato que resolvería todos sus problemas económicos. En aquella butaca que continuaba fría Philip pensó que todo contrato muy prometedor tenía que tener un lado oscuro, aquel pesimismo era debido a sus malas experiencias con empleos anteriores. Philip miró el reloj y salió de casa. En la calle se encontró con una atmósfera fría y melancólica, el viento danzaba una melodía ya conocida por Philip y las rojas hojas de los arboles danzaban inevitablemente al compás de aquel silbido infernal. Al cabo de una hora, llegó a una de las oficinas del Ministerio de Educación y Ciencia. Allí firmó el contrato que le convertiría en profesor de química en el centro Manuel Blancafort situado en Barcelona.
Philip empleó todo el verano en preparar el curso que iba a instruir a sus alumnos. Una tarde, mientras releía una de las listas de su clase para habituarse a los nombres sintió que lo que iba a hacer aquel año era verdaderamente importante para él, no solamente resolvería sus problemas económicos, sino que también descubriría su verdadera vocación. Los días pasaron y el primer día de clase fue aproximándose. Cuando llegó aquel día tan esperado Philip ya tenía toda la programación del curso que iba a enseñar a sus alumnos. Su mujer se acercó a él y le besó, los dos se abrazaron y ella le deseó que su primer día de trabajo fuese de maravilla. Philip se sentía realmente feliz, en sus ojos se podía vislumbrar la ilusión que sólo se encontraba en aquellos niños pequeños que habían recibido el caramelo con el que soñaban. Philip se subió al coche y condujo hasta el centro. Una vez allí, encontró aparcamiento con facilidad y se dirigió radiante de felicidad hasta la puerta del centro. Sus primeros saludos fueron con un profesor que también había llegado nuevo al centro, su cara también delataba felicidad y los dos estaban ansiosos por conocer la clase que les habían otorgado. Aquella felicidad hizo que Philip no se fijara que los profesores más veteranos fueron disminuyendo sus sonrisas al entrar al centro y que justamente al entrar en sus clases aquellas caras solamente destilaban tristeza, amargura y odio. Cuando Philip se dirigía a su clase fue alertado por un insulto dirigido a sus zapatos que procedía de la boca de un adolescente sin educación. Philip no le dio importancia al asunto y como un robot programado entré en su aula. Al entrar por la puerta, los alumnos que aún permanecían fuera de clase entraron. En aquel grupo estaba el quinceañero que le había faltado el respeto pero Philip no expresó ni siquiera una mueca al verle entrar a clase con sus aires de superioridad. Cuando todos los alumnos estuvieron sentados Philip se presentó y dio a aquella clase las pautas para trabajar en su materia.
Los días fueron pasando y el comportamiento de su clase fue empeorando. El nivel de la clase era normal pero había un grupo de cuatro personas que dedicaban las largas horas de química a molestar al resto del grupo y a reírse del profesor. Philip, al recibir insultos y amenazas decidió expulsar a aquellos alumnos de su clase, pero cuando volvían a entrar su comportamiento no mejoraba o incluso era peor. En una ocasión Philip decidió hablar en privado con el alumno que parecía el causante de que tres de sus compañeros molestasen al resto del grupo. Aquel joven llamado Frank presentaba un rostro más siniestro de lo que verdaderamente era. Su cresta bien peinada y sus agujeros en la oreja y en el labio delataban la poca seriedad con la que aquel muchacho se dispondría a escuchar a Philip. Cuando Philip terminó su charla sobre valores y buen comportamiento el joven abrió sus labios acompañados de una mueca que destilaba rencor y pronunció la palabra maricón dirigida a Philip. Al escuchar tal falta de respeto Philip perdió los nervios y se enfureció de tal forma que le dijo al muchacho que no era más que un fracasado y que se arrepentiría de todo lo que estaba haciendo y Frank le dijo que era él quien se iba a arrepentir de todo. Aquel día cuando Philip llegó a casa le explicó lo que había sucedido a su mujer, su mujer le intentó consolar diciéndole que todas aquellas cosas eran normales en los colegios pero no pudo quitarse el disgusto y se fue a dormir. Philip no pudo dormir aquella noche e intuyó que algo malo iba a suceder. Mientras que intentaba dormirse estovo pensando en lo bien que iban sus problemas económicos al aceptar este nuevo empleo e intentó buscar sin esfuerzo que era lo que podía salir mal. El cansancio hizo que Philip acabase conciliando el sueño y que amaneciese nuevamente a la hora de siempre antes de que el despertador pudiese dar su espectáculo. Al llegar a su clase vio que aquel alumno tan problemático no había asistido y sus tres compañeros se comportaron correctamente, como consecuencia de esto, Philip pudo dar clase y marchó a casa satisfecho.
Aquel adolescente llamado Frank no apareció durante toda la semana y Philip empezó a olvidarse de aquel incidente y de la persona que lo había causado, como consecuencia Philip empezó a acostumbrarse a llegar a casa contento.
Un viernes por la tarde Philip llegó a su hogar después de un agotador día de trabajo. Antes de entrar, la presencia de cristales rotos en la suela de su zapato le estremeció, la cristalera que cubría la parte inferior de su hogar se había desvanecido en un mar de cristales rotos. La luz estaba apagada y un escalofrío recorrió su cuerpo. La noche era fría y oscura, el viento lloraba al pasar por los huecos de las cristaleras y el corazón de Philip se aceleró. Introdujo la llave lo más rápido que pudo y se apresuró a entrar a casa por la puerta para no cortarse con los cristales. Una vez dentro un sentimiento de inseguridad y melancolía le invadió como si le diesen una bofetada. Se adentró en la casa y gritó el nombre de su mujer, al no obtener respuesta, decidió encender la luz. Al presionar el interruptor Philip cayó al suelo y un llanto profundo surgió inevitablemente de sus pulmones. Cuando pudo incorporarse pudo ver con mucha dificultad a causa de las lágrimas un rastro de sangre que surgía de la habitación Hazel. Como si de un espectro se tratara, abrió la puerta de la habitación de su hija y encendió la luz. La escena vislumbrada le paralizó, toda la habitación estaba destrozada y un mar de sangre cubría el suelo de la habitación. Philip ya no podía distinguir algunos objetos a causa de las lágrimas que brotaban de sus ojos, aún así distinguió en un rincón de la habitación el cuerpo sin vida de su hija. Philip estaba destrozado, entró en un estado de choc que le hacía vagar sin rumbo por toda la casa como un zombi. Sin deliberar, dolido por las terribles imágenes que acababa de ver se dirigió rumbo al salón donde encontró el cuerpo de su mujer con una daga clavada en el pecho. Philip abrazó por última vez el cuerpo sin vida de su mujer y se quedó llorando mientras la sangre cubría sus manos y su ropa. En la daga había una nota en la cual se podía leer: Dije que te arrepentirías.